viernes, 5 de septiembre de 2014

Steve


Hoy, al llegar, inconscientemente lo he buscado con la mirada, como si no lo supiera, como si yo mismo no hubiera contribuido a su partida. Casi me asombro al descubrir
a un nuevo rey en su trono, sus predios, que abarcaban toda la inmensidad de una esquina, que ya no lucen igual sin su desgarbada figura.
Quizás por esa afición heredada de mi padre hacia la gente de a pie, es que su español de limosna pudo con mi reticencia de novato en tierra extraña. Tal vez por los paseos dominicales, en que mi viejo  me mostraba cuánto de sabiduría carga una sentencia salida de un cuerpo sucio, barbudo y maloliente, en un antro perdido de mi inolvidable Habana, donde los que lo habían sentido, probado y soportado casi todo iban a empaparse de alcohol para hacer flotar sus ultimas esperanzas y gritaban sus verdades tan limpias que hasta el más casto de los curas, sólo y por cumplir con su deber, les habría impuesto un ave maría y tres padres nuestros, para perdonar sus blasfemias, sin dejar de aceptar sus palabras. Por eso, a lo mejor, me nacieron las simpatías.
Sentado sobre dos cajas de leche gobernaba su territorio. Una cerca decorada con cientos de bolsas plásticas introducidas en sus agujeros y que en la distancia, y sólo para sus ojos de arte surrealista, recuerdan un paisaje de su natal Georgia, servían de trasfondo y a la vez de decorado a su sala de audiencias. Siempre a merced de los caprichos del clima, su alfombra, que en la noche era alcoba real, estaba hecha de noticias viejas, desastres aéreos, pugnas políticas, rostros glamorosos a los que pisoteaba con sus zapatos blancos repletos de millas de indiferencias que le otorgaban el derecho de poder ignorar sin remordimientos.
Como todos los desamparados, poseía el don de la edad indefinida. A pesar de su espalda algo encorvada, su paso largo dejaba claro su hidalguía antigua. Su ropa, siempre la misma de ayer, lucía ajustada con esmero: camisa abotonada hasta el cuello y metida por dentro, cinturón sin saltar trabillas, opacaban a una suciedad furiosa por hacerse notar. Y de con qué misteriosa técnica, sin agua ni jabón, hacía amanecer a su rostro, lo que no eran más que escasos hilos con los que aún trataba de sostener el respeto por si mismo. 
Fue su dieta quien nos acercó. Como casi todos, para obtener sus provisiones debía acudir a otros. La mayoría de las cosas que necesitamos no las hacemos, vendemos nuestros conocimientos o habilidades, nos pagan por ello y con el dinero obtenido, hacemos girar la eterna rueda llamada comercio. Una docena de cervezas y un frasco de mantequilla de maní eran desayuno, almuerzo y cena, esparcidos caóticamente. Su condición de gobernante le daba el derecho de regir su alimentación sin intromisiones ni consejos de buena salud. Prefería, como sucede con los niños, las repeticiones a las variaciones. La melodía con que se acunaba era siempre la misma, se acercaba la ventanilla con dos cervezas baratas, pedía dos bolsas de papel, una de plástico, pagaba exacto y con un " hasta luego amigo" en su español parecido a mi inglés, se marchaba por una hora, para luego persistir como canción de cuna.
Un día su rutina se vio casi alterada por un percance que por fortuna para mi me dio la posibilidad de acceder a su séquito. Veinticinco centavos fue el monto necesario para cambiar su expresión. Con vergüenza y hasta con algo de ira hacia su adicción gobernante, me pidió crédito con promesa de pronto pago. Yo, cubano de Marianao, hijo de padre oriental, amigo de borrachos consumados y amante de un buen trago, le concedí el beneficio de la duda y lo dejé marchar, en definitiva, por una quora no me matan.
Como todos los de raza, como los que tienen pedigree, fue abonando cada centavo y hasta se dio el lujo de seguirme pagando más allá de lo debido. No fue con dinero, me dejó llegar, me habló de la vida, me dijo de sus gustos por el rock, de su madre aún viva, de los rios y montañas donde creció. Me hizo su edecán, me mostró donde guardaba su dinero para emergencias, me pidió que, si algo le ocurriese, fuese su sancho panza y lo socorriera en su entuerto. Eso si, se guardó sus infortunios para que sólo cupieran sonrisas entre un inmigrante y un mendigo blanco en barrio de negros.
Hoy Steve me ha pedido otro favor. Hoy, a la 1 am, al terminar mi turno, lo he llevado a la terminal. Durante el trayecto escuchamos a Sting, me agradece en voz fuerte la calefacción al máximo y me insiste en que tome su dinero para la gasolina. No tuve el valor para preguntarle porque abandonaba Miami en la estación equivocada. Comprendí que hay deberes más allá de nosotros, aprendí que un sentimiento puede más que una hoguera y que el ser consecuente con nuestros deseos es el único camino hacia la felicidad.
Un par de abrazos y una aseveración de “no regreso” bastaron para despedirnos. Me alejo feliz, escuchando a Sting. Hace un buen rato entendí, que la diferencia entre el amor y la amistad radica en la partida, en la primera todo acaba, en la segunda, todo perdura. ¡Buen viaje Steve!

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